domingo, 30 de marzo de 2014

Asesinato

Vivir presa en mi misma. Ser oído sordo a los gritos desesperados, a los gemidos cortantes de mi propia alma en pena. Ser ciega, mientras mi mujer desnuda sangra en sus surcos de fuego y deja de pensar, para entregarse al dolor de morir, o lo que es peor, de vivir en la incertidumbre de una carcelera carente dudas y certezas. Sin nada, tan desnuda como ella, pero con el poder del cambio en la mano. Con un mundo diminuto lleno de aguas y fuegos, de las tierras perdidas, de vidas que serán personas y de personas que podrían ser vidas alguna vez.
Una mujer enferma, otra mujer herida, y un nombre sin letras. Un baile ritual que no conducirá a ningún lugar, ni a ningún tiempo. Un encuentro en la nada, en las no-dimensiones, en la no-humanidad. Un error en los cálculos científicos que no supiste hacer. Un detalle que no percibieron tus ojos postrados en el cielo.
Tanta muerte en vida, tanta vida que se muere sin morir, que pervive en las maldiciones del recuerdo, en los sueños que no nos animamos a escribir por miedo a que sean verdad. O mentira. O esa nada pastosa filtrada en la saliva amarga que recorre los cuerpos mutilados y las almas ficticias.
El mismo grito creciendo sin límites en los recovecos de la caverna sola. Ella aferrada a los barrotes, a la incertidumbre. Yo, sorda y ciega, del otro lado del hueco, llorando su condena, en la impotencia de mis manos inertes, de mis dedos paralíticos. Solo llorando, porque reír entera es una utopía de los que crecieron y olvidaron ser niños, de los que asesinaron al ser puro que los unía con la verdad. Los que subestimaron el poder de la inocencia y solo conservaron el pequeño corazón dentro un cobre de madera barnizada y engarzada en oro, a mil metros bajo la tierra abonada por sus propios cadáveres. Llorando la fuerza derretida en gotas secas, llorando la voluntad de seguir el crimen cuando todos mis seres gimen su último grito de auxilio.


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