No sé lo que es la oscuridad. Me duelen los anillos de los
ojos. El cielo, por estos días, anda más bajo, aplastante, lleno de una dureza
plana que me agobia. Por lo menos, en mi cama nueva, hay sábanas.
No me gusta decirlo demasiado, pero cuando abro los ojos, y
extiendo mis alas, un dolor entero me come en este lugar de cielo bajo. Un
fuego duro que me golpea y juega a perseguirme adentro del laberinto. Escucho voces,
siento cuerpos inmóviles y otros, de los que laten que, redondeados, se
apichonan. Hay otros gritos. El fuego
como una sombra me persigue, hasta que vuelvo a mi cama nueva, me abrazo con
mis mantas negras y me olvido porque no hay nada más lindo que olvidarse cuando
el techo es bajo y los gritos devienen en murmullos acechantes en algún lado
del laberinto. Mi cama vieja era menos agobiante pero más fría. Olvidar tiene
gusto a comida y a seguridad, a un eterno descanso que no se consuma, pero
persiste en ilusiones con la fuerza suficiente para olvidar los golpes, para
olvidar el miedo.
Pero ahora la cama tiembla y ya no me puedo olvidar, los
redondeados acechan mi partida y el cielo sigue más bajo, mi voz solo encuentra
muros macizos. Ya no quiero volar, quiero olvidarme de vuelta, en otra casa que
no tiemble y que no tenga redondeados gigantes. Quiero una cama en el piso,
quiero olvidarme tranquilo. Pero no. Me redujeron el cielo. Me movieron el
piso, me ahogaron y me empujaron al techo alto donde la libertad irrumpe y me prohíbe
olvidar. Donde no tengo más remedio que moverme hasta encontrar una cama en la
cual volverme a olvidar.