Guadalupe tiene frío. Su castillo se llenó de estalactitas
saladas. A Guadalupe le gustan las olas, pero esta vez sólo las mira callada.
La alfombra está húmeda y blanca, la ropa mojada. Los ojitos con las pestañas
corridas. Guadalupe está enojada y serena, pensante. No es que a Guadalupe no
le guste el olor a mar, de hecho le fascinan los brillitos de luz sobre las olas;
pero no le gusta que su palacio esté empapado.
Guadalupe no sabe muy bien lo que pasó. Dormía sueños
borroneados hasta que se despertó con el agua en la garganta, con la ventana
abierta, con espuma brotándole de los ojos. Guadalupe sintió el frío que te abraza
hasta los huesos y no se quiere despegar. Guadalupe vio el desorden de su
palacio que no era de cristal. Guadalupe se rompió en el vestido largo que le
cubría los hombros, los tobillos y lo que no se puede tocar. Guadalupe se
sintió profundamente invadida por las olas, por sí misma.
Guadalupe tiene un frío insoportable sobre los hombros,
tiene un caos en el centro de su lugar. Pero, lo que más le molesta a
Guadalupe, es tener que ordenar.