lunes, 12 de enero de 2015

Agazapada

Sombra sola bajo una luz amarilla y diminuta. El aire se disfraza con la tela negra que cubre las ventanas. Los ojos cerrados. De alguna manera todo se va desenredando en el reloj que sueña en el pecho. Los minutos no son libres pero corren. La frente pegada en las rodillas porque levantar la cabeza es realidad y la realidad no existe. Es por momentos inevitable pensar pensar pensar en el círculo de los golpes de tiempo. El dolor de que te fuiste destroza. Quizá se pasaría con una lágrima tuya, a fin de cuentas es igual de inevitable el esperar cosas de la gente, de nuestras personas. Todos esperamos que algo pase, que nos quieran, que se equivoquen, que sufran por nosotros. No hay mayor dolor que serle indiferente a quien uno ama. Son letras más reales que levantar la cabeza aunque tengan gusto a refranes gastados teñidos de rosa. La luz amarilla tiembla.
Una mujer vestida de rojo se proyecta con paso seductor en la habitación. Marca en el suelo el círculo del reloj que dibuja el aire en las cortinas. Su mirada negra atraviesa la nuca de la sombra, de la silueta, del cuerpo. El aire cómplice asfixia el par de pulmones. Ella no respira. La habitación pesa en la conciencia de que todo es cuerpo, en el vacío del vacío. La sombra de cuerpo sigue allí y quien corra las cortinas la hallaría sola, esperando el mismo vacío de los pasos rojos invisibles que la acechan sin muerte, sin diablo, sin vida. La verían con el miedo de perder la luz amarilla, de que la dama secreta le robe su última compañía. La verían sin verle los ojos. La verían con lecturas que reflejan lo que quieren ver. La verían sin ver su miedo secreto a la soledad.
Pero no pueden verla, porque las ventanas tienen cortinas, y las cortinas son negras.

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